Presentamos varios fragmentos de sus palabras en tres puntos:
-El Espíritu Santo y la armonía en la Iglesia
. Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de toda iniciativa y manifestación de fe. Es curioso. A mí me hace pensar esto: el Paráclito crea todas las diferencias en la Iglesia, y parece que fuera un apóstol de Babel. Pero, por otro lado, es quien mantiene la unidad de estas diferencias, no en la «igualdad», sino en la armonía. Recuerdo aquel Padre de la Iglesia que lo definía así: «Ipse harmonia est». El Paráclito, que da a cada uno carismas diferentes, nos une en esta comunidad de Iglesia, que adora al Padre, al Hijo y a él, el Espíritu Santo.
-El pesimismo y la tristeza vienen del diablo
Nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, por esa amargura que el diablo nos ofrece cada día; no caigamos en el pesimismo y el desánimo: tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1,8). La verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue en los comienzos del cristianismo, cuando se produjo la primera gran expansión misionera del Evangelio.
-La vejez es la sede de la sabiduría de la vida
Queridos Hermanos: ¡Ánimo! La mitad de nosotros tenemos una edad avanzada: la vejez es –me gusta decirlo así– la sede de la sabiduría de la vida. Los viejos tienen la sabiduría de haber caminado en la vida, como el anciano Simeón, la anciana Ana en el Templo. Y justamente esta sabiduría les ha hecho reconocer a Jesús. Ofrezcamos esta sabiduría a los jóvenes: como el vino bueno, que mejora con los años, ofrezcamos esta sabiduría de la vida. Me viene a la mente aquello que decía un poeta alemán sobre la vejez: «Es ist ruhig, das Alter, und fromm»; es el tiempo de la tranquilidad y de la plegaria. Y también de brindar esta sabiduría a los jóvenes.
Hoy día la apertura es considerada un valor, aunque no siempre se la comprenda bien. "Es un cura abierto" dice la gente, oponiéndolo a "un cura cerrado". Como toda valoración, depende de quién la hace. A veces, en una valoración superficial, apertura puede querer decir "uno que deja pasar cualquier cosa" o "que es canchero", que no es "almidonado", "rígido". Pero detrás de algunas posiciones que son más cuestión de piel, se esconde siempre algo de fondo que la gente percibe. Ser un sacerdote abierto quiere decir "que es capaz de escuchar aunque se mantenga firme en sus convicciones". Una vez un hombre de pueblo me definió a un cura diciendo una frase sencilla: "Es un cura que habla con todos". No hace acepción de personas, quería decir. Le llamaba la atención que pudiera hablar "bien" con cada persona y lo distinguía claramente tanto de los que sólo hablan bien con algunos, como de los que hablan con todos diciéndoles que sí a todo.
Esto es así porque la apertura va junto con la fidelidad. Y es propio de la fidelidad ese único movimiento por el cual, por una parte se abre enteramente la puerta del corazón a la persona amada y, por otra, se le cierra esa misma puerta a todo el que amenace ese amor. De ahí que abrirle la puerta al Señor implica abrírsela a los que El ama: a los pobres, a los pequeños, los descarriados, los pecadores ... A toda persona, en definitiva. Y cerrársela a los "ídolos": al halago fácil, a la gloria mundana, a las concupiscencias, al poder, a la riqueza, a la maledicencia y –en la medida en que encarnen estos disvalores- a las personas que quieren entrar en nuestro corazón o en nuestras comunidades para imponerlos.
Además de ser fiel, la actitud de abrir o cerrar la puerta tiene que ser testimonial. Dar testimonio de que, en el último día, habrá una puerta que se abre para algunos: los benditos del Padre, los que dieron de comer y de beber a los más pequeñitos, los que mantuvieron el aceite de su lámpara, los que practicaron la Palabra ... y se cierra para otros: los que no le abrieron la puerta de su corazón a los necesitados, a los que se quedaron sin aceite, los que sólo dijeron "Señor, Señor" de palabra y no amaron con obras.
Así, la apertura no es cuestión de palabras sino de gestos. La gente lo traduce hablando del cura que "siempre está" y del que "no está nunca" (anteponiendo caritativamente el "ya sé que Ud. está ocupado Padre porque tiene tantas cosas ..."). La apertura evangélica se juega en los lugares de entrada: en la puerta de las iglesias que, en un mundo donde los shoppings no cierran nunca, no pueden permanecer muchas horas cerradas, aunque haya que pagar vigilancia y bajar al confesionario más seguido; en esa puerta que es el teléfono, cansador e inoportuno en nuestro mundo supercomunicado, pero que no puede quedar largas horas a merced de un contestador automático. Pero estas puertas son más bien externas y "mediáticas". Son expresión de esa otra puerta que es nuestra cara, que son nuestros ojos, nuestra sonrisa, el ralentar un poco el paso y animarse a mirar al que sabemos que está esperando ... En el confesionario uno sabe que la mitad de la batalla se gana o se pierde en el saludo, en la manera de recibir al penitente, especialmente al que da una miradita y tiene un gesto como diciendo "¿puedo?". Una acogida franca, cordial, cálida termina de abrir un alma a la que el Señor ya le hizo asomarse a la mirilla. En cambio, un recibimiento frío, apurado o burocrático hace que se cierre lo entreabierto. Sabemos que nos confesamos de diversa manera según el cura que nos toque ... y la gente también.
Una imagen linda para examinar nuestra apertura es la de nuestra casa. Hay casas que son abiertas porque "están en paz", que son hospitalarias porque tienen calor de hogar. Ni tan ordenadas que uno siente temor hasta de sentarse (no digamos de fumar o comer algo) ni tan desordenadas que dan vergüenza ajena. Lo mismo pasa con el corazón: el corazón que tiene espacio para el Señor tiene también espacio para los demás. Si no hay lugar y tiempo para el Señor entonces el lugar para los demás se reduce a la medida de los propios nervios, del propio entusiasmo o del propio cansancio. Y el Señor es como los pobres: se acerca sin que lo llamemos e insiste un poco, pero no se queda si no lo retenemos. Es fácil sacárselo de encima. Basta apurar un poco el paso, como ante los mendigos o mirar para otro lado como cuando los chicos nos dejan la estampita en el subte.
Sí, la apertura a los demás va pareja con nuestra apertura al Señor. Es Él, el de corazón abierto, el único que puede abrir un espacio de paz en nuestro corazón, esa paz que nos vuelve hospitalarios para con los demás. Ese es el oficio de Jesús resucitado: entrar en el cenáculo cerrado que, en cuanto casa, es imagen del corazón, y abrirlo quitando todo temor y llenando a los discípulos de paz. En Pentecostés el Espíritu sella con esta paz la casa y los corazones de los Apóstoles y los convierte en Casa abierta para todos, en Iglesia. La Iglesia es como la casa abierta del Padre misericordioso. Por ello nuestra actitud debe ser la del Padre y no la de los hijos de la parábola: ni la del menor que aprovecha la apertura para hacer su escapadita, ni la del mayor que se cree que con su cerrazón cuida la herencia mejor que su propio padre.
¡Abran las puertas al Señor! Es el pedido que hoy quiero hacer a todos los sacerdotes de la Arquidiócesis. ¡Abran sus puertas! Las de su corazón y las de sus Iglesias. ¡No tengan miedo! Ábranlas por la mañana, en su oración, para recibir el Espíritu que los llenará de paz y alegría y salir luego a pastorear al Pueblo fiel de Dios. Ábranlas durante el día para que los hijos pródigos se sientan esperados. Ábranlas al anochecer, para que el Señor no pase de largo y los deje con su soledad sino que entre y coma con Ustedes y les haga compañía.
Y recuerden siempre a Aquélla que es Puerta del Cielo: a la de corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas; a la esclavita del Padre que sabe abrirse enteramente a la alabanza; a la que sale de sí "con prontitud" para visitar y consolar; a la que sabe transformar cualquier covacha en casa del "Dios con nosotros" con unos pobres pañalitos y una montaña de ternura; a la que está siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas; a la que sabe esperar afuera para dar lugar a que el Señor instruya a su pueblo; a la que siempre está al descampado en cualquier lugar donde los hombres levantan una cruz y le crucifican a sus hijos. Nuestra Señora es Madre, y –como madre- sabe abrir los corazones de sus hijos: todo pecado escondido se deja perdonar por Dios a través de sus ojos buenos; todo capricho y encerramiento se disuelve ante una palabra suya; todo temor para la misión se disipa si Ella nos acompaña por el camino.
La meditación de las lecturas de este domingo me movieron a escribirles esta carta. No sé bien el por qué pero sentí un fuerte impulso a hacerlo. Al comienzo fue una pregunta: ¿rezo? que se extendió luego: los sacerdotes, los consagrados y las consagradas de la Arquidiócesis ¿rezamos?, ¿rezamos lo suficiente, lo necesario? Tuve que darme la respuesta sobre mi mismo. Al ofrecerles ahora la pregunta mi deseo es que cada uno de Ustedes también pueda responderse desde el fondo del corazón.
La cantidad y calidad de los problemas con que nos enfrentamos cada día nos llevan a la acción: aportar soluciones, idear caminos, construir... Esto nos colma gran parte del día. Somos trabajadores, operarios del Reino y llegamos a la noche cansados por la actividad desplegada. Creo que, con objetividad, podemos afirmar que no somos vagos. En la Arquidiócesis se trabaja mucho. La sucesión de reclamos, la urgencia de los servicios que debemos prestar, nos desgastan y así vamos desovillando nuestra vida en el servicio al Señor en la Iglesia. Por otra parte también sentimos el peso, cuando no la angustia, de una civilización pagana que pregona sus principios y sus sedicentes "valores" con tal desfachatez y seguridad de sí misma que nos hace tambalear en nuestras convicciones, en la constancia apostólica y hasta en nuestra real y concreta fe en el Señor viviente y actuante en medio de la historia de los hombres, en medio de la Iglesia. Al final de día algunas veces solemos llegar maltrechos y, sin darnos cuenta, se nos filtra en el corazón un cierto pesimismo difuso que nos abroquela en "cuarteles de retirada" y nos unge con una psicología de derrotados que nos reduce a un repliegue defensivo. Allí se nos arruga el alma y asoma la pusilanimidad
Y así, entre el intenso y desgastante trabajo apostólico por un lado y la cultura agresivamente pagana por otro, nuestro corazón se encoge en esa impotencia práctica que nos conduce a una actitud minimalista de sobrevivir en el intento de conservar la fe. Sin embargo no somos tontos y nos damos cuenta de que algo falta en este planteo, que el horizonte se acercó demasiado hasta convertirse en cerco, que algo hace que nuestra agresividad apostólica en la proclamación del Reino quede acotada. ¿No será que pretendemos hacer nosotros solos todas las cosas y nos sentimos desenfocadamente responsables de las soluciones a aportar? Sabemos que solos no podemos. Aquí cabe la pregunta: ¿le damos espacio al Señor? ¿le dejo tiempo en mi jornada para que Él actúe?, ¿o estoy tan ocupado en hacer yo las cosas que no me acuerdo de dejarlo entrar?
Me imagino que el pobre Abraham se asustó mucho cuando Dios le dijo que iba a destruir a Sodoma. Pensó en sus parientes de allí por cierto, pero fue más allá: ¿no cabría la posibilidad de salvar a esa pobre gente? Y comienza el regateo. Pese al santo temor religioso que le producía estar en presencia de Dios, a Abraham se le impuso la responsabilidad. Se sintió responsable. No se queda tranquilo con un pedido, siente que debe interceder para salvar la situación, percibe que ha de luchar con Dios, entrar en una pulseada palmo a palmo. Ya no le interesan sólo sus parientes sino todo ese pueblo... y se juega en la intercesión. Se involucra en ese mano a mano con Dios. Podría haberse quedado tranquilo con su conciencia después del primer intento gozando de la promesa del hijo que se le acababa de hacer (Gen. 18:9) pero sigue y sigue. Quizás inconscientemente ya sienta a ese pueblo pecador como hijo suyo, no sé, pero decide jugarse por él. Su intercesión es corajuda aun a riesgo de irritar al Señor. Es el coraje de la verdadera intercesión.
Varias veces hablé de la parresía, del coraje y fervor en nuestra acción apostólica. La misma actitud ha de darse en la oración: orar con parresía. No quedarnos tranquilos con haber pedido una vez; la intercesión cristiana carga con toda nuestra insistencia hasta el límite. Así oraba David cuando pedía por el hijo moribundo (2 Sam. 12:15-18), así oró Moisés por el pueblo rebelde (Ex. 32:11-14; Num. 4:10-19; Deut. 9:18-20) dejando de lado su comodidad y provecho personal y la posibilidad de convertirse en líder de una gran nación (Ex.32:10): no cambió de "partido", no negoció a su pueblo sino que la peleó hasta el final. Nuestra conciencia de ser elegidos por el Señor para la consagración o el ministerio nos debe alejar de toda indiferencia, de cualquier comodidad o interés personal en la lucha en favor de ese pueblo del que nos sacaron y al que somos enviados a servir. Como Abraham hemos de regatearle a Dios su salvación con verdadero coraje... y esto cansa como se cansaban los brazos de Moisés cuando oraba en medio de la batalla (cfr. Ex.17:11-13). La intercesión no es para flojos. No rezamos para "cumplir" y quedar bien con nuestra conciencia o para gozar de una armonía interior meramente estética. Cuando oramos estamos luchando por nuestro pueblo. ¿Así oro yo? ¿O me canso, me aburro y procuro no meterme en ese lío y que mis cosas anden tranquilas? ¿Soy como Abraham en el coraje de la intercesión o termino en aquella mezquindad de Jonás lamentándome de una gotera en el techo y no de esos hombres y mujeres "que no saben distinguir el bien del mal" (Jon.4:11), víctimas de una cultura pagana?
En el Evangelio Jesús es claro: "pidan y se les dará", busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá" y, para que entendamos bien, nos pone el ejemplo de ese hombre pegado al timbre del vecino a medianoche para que le dé tres panes, sin importarle pasar por maleducado: sólo le interesaba conseguir la comida para su huésped. Y si de inoportunidad se trata miremos a aquella cananea (Mt.15:21-28) que se arriesga a que la saquen corriendo los discípulos (v.23) y a que le digan "perra" (v.27) con tal de lograr lo que quiere: la curación de su hija. Esa mujer sí que sabía pelear corajudamente en la oración.
A esta constancia e insistencia en la oración el Señor promete la certeza del éxito: "Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá"; y nos explica el por qué del éxito: Dios es Padre. "¿Hay entre Ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos ¿cuánto más el Padre del Cielo dará al Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan!" La promesa del Señor a la confianza y constancia en nuestra oración va mucho más allá de lo que imaginamos: además de lo que pedimos nos dará al Espíritu Santo. Cuando Jesús nos exhorta a orar con insistencia nos lanza al seno mismo de la Trinidad y, a través de su santa humanidad, nos conduce al Padre y promete el Espíritu Santo.
Vuelvo a la imagen de Abraham y a la ciudad que quería salvar. Todos somos conscientes de la dimensión pagana de la cultura que vivimos, una cosmovisión que debilita nuestras certezas y nuestra fe. Diariamente somos testigos del intento de los poderes de este mundo para desterrar al Dios Vivo y suplirlo con los ídolos de moda. Vemos cómo la abundancia de vida que nos ofrece el Padre en la creación y Jesucristo en la redención (cfr.2ª. lectura) es suplida por la justamente llamada "cultura de la muerte". Constatamos también como se deforma y manipula la imagen de la Iglesia por la desinformación, la difamación y la calumnia y cómo a los pecados y falencias de sus hijos se los ventila con preferencia en los medios de comunicación como prueba de que Ella nada bueno tiene que ofrecer. Para los medios de comunicación la santidad no es noticia, sí –en cambio- el escándalo y el pecado. ¿Quién puede pelear de igual a igual con esto? ¿Alguno de nosotros puede ilusionarse que con medios meramente humanos, con la armadura de Saúl, podrá hacer algo? (cfr.1 Sam.17:38-39).
Cuidado: nuestra lucha no es contra poderes humanos sino contra el poder de las tinieblas (cfr. Ef.6:12). Como pasó con Jesús (cfr. Mt.4:1-11) Satanás buscará seducirnos, desorientarnos, ofrecer "alternativas viables" No podemos darnos el lujo de ser confiados o suficientes. Es verdad, debemos dialogar con todas las personas, pero con la tentación no se dialoga. Allí sólo nos queda refugiarnos en la fuerza de la Palabra de Dios como el Señor en el desierto y recurrir a la mendicidad de la oración: la oración del niño, del pobre y del sencillo; de quien sabiéndose hijo pide auxilio al Padre; la oración del humilde, del pobre sin recursos. Los humildes no tienen nada que perder; más aún, a ellos se le revela el camino (Mt. 11:25-26). Nos hará bien decirnos que no es tiempo de censo, de triunfo y de cosecha, que en nuestra cultura el enemigo sembró cizaña junto al trigo del Señor y que ambos crecen juntos. Es hora no de acostumbrarnos a esto sino de agacharse y recoger las cinco piedras para la honda de David (cfr.1Sam.17:40). Es hora de oración.
A alguno se le podrá ocurrir que este obispo se volvió apocalíptico o le agarró un ataque de maniqueísmo. Lo del Apocalipsis lo aceptaría porque es el libro de la vida cotidiana de la Iglesia y en cada actitud nuestra se va plasmando la escatología. Lo de maniqueo no lo veo porque estoy convencido de que no es tarea nuestra andar separando el trigo de la cizaña (eso lo harán los ángeles el día de la cosecha) sí discernirlos para que no nos confundamos y poder así defender el trigo. Pienso en María ¿cómo viviría las contradicciones cotidianas y como oraría sobre ellas? ¿Qué pasaba por su corazón cuando regresaba de Ain Karim y ya eran evidentes los signos de su maternidad? ¿Qué le iba a decir a José? O ¿cómo hablaría con Dios en el viaje de Nazareth a Belén o en la huída a Egipto, o cuando Simeón y Ana espontáneamente armaron esa liturgia de alabanza, o aquel día en que su hijo se quedó en el Templo, o al pie de la Cruz? Ante estas contradicciones y tantas otras ella oraba y su corazón se fatigaba en la presencia del Padre pidiendo poder leer y entender los signos de los tiempos y poder cuidar el trigo. Hablando de esta actitud Juan Pablo II dice que a María le sobrevenía cierta "peculiar fatiga del corazón" (Redempt. Mater n.17). Esta fatiga de la oración nada tiene que ver con el cansancio y aburrimiento al que me referí más arriba.
Así también podemos decir que la oración, si bien nos da paz y confianza, también nos fatiga el corazón. Se trata de la fatiga de quien no se engaña a sí mismo, de quien maduramente se hace cargo de su responsabilidad pastoral, de quien se sabe minoría en "esta generación perversa y adúltera", de quien acepta luchar día a día con Dios para que salve a su pueblo. Cabe aquí la pregunta: ¿tengo yo el corazón fatigado en el coraje de la intercesión y –a la vez- siento en medio de tanta lucha la serena paz de alma de quien se mueve en la familiaridad con Dios? Fatiga y paz van juntas en el corazón que ora. ¿Pude experimentar lo que significa tomar en serio y hacerme cargo de tantas situaciones del quehacer pastoral y –mientras hago todo lo humanamente posible para ayudar- intercedo por ellas en la oración? ¿He podido saborear la sencilla experiencia de poder arrojar las preocupaciones en el Señor (cfr. Salmo 54:23) en la oración? Qué bueno sería si lográramos entender y seguir el consejo de San Pablo: "No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús" (Filip. 4:6-7).
Estas son más o menos las cosas que sentí al meditar las tres lecturas de este domingo y también siento que debo compartirlas con Ustedes, con quienes trabajo en el cuidado del pueblo fiel de Dios. Pido al Señor que nos haga más orantes como lo era Él cuando vivía entre nosotros; que nos haga insistentemente pedigüeños ante el Padre. Pido al Espíritu Santo que nos introduzca en el Misterio del Dios Vivo y que ore en nuestros corazones. Tenemos ya el triunfo, como nos lo proclama la segunda lectura. Bien parados allí, afirmados en esta victoria, les pido que sigamos adelante (cfr.Hebr. 10:39) en nuestro trabajo apostólico adentrándonos más y más en esa familiaridad con Dios que vivimos en la oración. Les pido que hagamos crecer la parresía tanto en la acción como en la oración. Hombres y mujeres adultos en Cristo y niños en nuestro abandono. Hombres y mujeres trabajadores hasta el límite y, a la vez, con el corazón fatigado en la oración. Así nos quiere Jesús que nos llamó. Que Él nos conceda la gracia de comprender que nuestro trabajo apostólico, nuestras dificultades, nuestras luchas no son cosas meramente humanas que comienzan y terminan en nosotros. No se trata de una pelea nuestra sino que es "guerra de Dios" (2 Cron. 20:15); y esto nos mueva a dar diariamente más tiempo a la oración.
¿Cómo ve a los laicos en la Argentina?
"Sería generalizar, cosa que a mí no me gusta. Hay laicos que realmente viven en serio su fe,se juegan, que creen que Jesús está vivo y esperan en la resurrección pero mientras tanto no se rascan la guata [la panza], como dicen los chilenos, sino que trabajan esperando que venga el Señor y preparando el camino.Hay un problema, lo dije otras veces: la tentación de la clericalización. Los curas tendemos a clericalizar a los laicos. No nos damos cuenta pero es como contagiarlo nuestro. Y los laicos —no todos pero muchos— nos piden de rodillas que los clericalicemos porque es más cómodo ser monaguillo que protagonista de un camino laical. No tenemos que entrar en esa trampa, es una complicidad pecadora. Ni clericalizar ni pedir ser clericalizado. El laico es laico y tiene que vivir como laico con la fuerza del bautismo, lo cual lo habilita para ser fermento del amor de Dios en la misma sociedad, para crear y sembrar esperanza, para proclamar la fe, no desde un púlpito sino desde su vida cotidiana. Y llevando su cruz cotidiana como la llevamos todos. Y la cruz del laico, no la del cura. La del cura que la lleve el cura que bastante hombro le dio Dios para eso..
¿Hay algún pasaje del Evangelio que le resuene más fuerte?
El Evangelio es una sorpresa continua. Suelo abrirlo al azar dos veces: a la mañana cuando me levanto y a media tarde, y cada vezme encuentro con una cosa que me toca. Las Bienaventuranzas me llegan hondo.
"El peor daño que puede pasar a la Iglesia: caer en la mundanidad espiritual. En esto estoy citando al cardenal De Lubac. El peor daño que puede pasar a la Iglesia incluso peor que el de los papas libertinos de una época. Esa mundanidad espiritual de hacer lo que queda bien, de ser como los demás, de esa burguesía del espíritu, de los horarios, de pasarla bien, del estatus: "Soy cristiano, soy consagrado, consagrada, soy clérigo". No se contaminen con el mundo, dice Santiago.
No a la hipocresía. No al clericalismo hipócrita. No a la mundanidad espiritual.Porque esto es demostrar que uno es más empresario que hombre o mujer de evangelio.
Sí a la cercanía. A caminar con el pueblo de Dios. A tener ternura especialmente con los pecadores, con los que están más alejados, y saber que Dios vive en medio de ellos."
- Reflexionemos sobre cómo nos estamos preparando para la Semana Santa y cómo respondemos al Amor de Jesucristo, que nos ha redimido, nos ha abierto el camino de la salvación, es decir, el camino de la santidad.
- Si Dios no amara a los pecadores, no habría venido a la tierra, dijo San Agustín. Tenemos que meditar sobre esta infinita misericordia de Nuestro Señor, que nos ha amado y nos ama hasta dar la vida por nosotros, por ti, por mí.
- Dar la vida, no digo ya por un desconocido, sino por una persona que actúa como un enemigo, no entra en nuestras categorías mentales. En cambio, Jesús lo ha hecho y renueva su generosidad cuando nos acercamos al sacramento de la Penitencia, para perdonar nuestras ofensas, nuestros pecados, por grandes que sean.
- Te pregunto: ¿buscas cada día servir, ayudar a las personas que tienes alrededor? ¿rezas por toda la humanidad? Tu y yo necesitamos experimentar la caridad, la amistad de los otros, y ellos necesitan tu afecto, tu oración
- Rechacemos una actitud crítica hacia los demás. Tenemos que ayudarles a corregirse, sugiriéndoles en qué aspecto mejorar, y ofrezcámosles nuestras manos para ayudarles.
La Semana Santa es un tiempo de gracia que el Señor nos da para abrir las puertas de nuestros corazones, de nuestra vida, de nuestras parroquias- ¡qué pena tantas parroquias cerradas! - de los movimientos, de las asociaciones, y "salir" al encuentro de los demás, acercarnos nosotros para llevar la luz y la alegría de nuestra fe ¡Salir siempre! Y hacer esto con amor y con la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que ponemos nuestras manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero que es Dios quien los guía y hace fecundas todas nuestras acciones.
Presentamos las ideas del Cardenal Bergoglio expuestas en la Congregaciones Generales antes del pasado Conclave donde fue elegido como Sucesor de Pedro. Han sido transcritas a través del Cardenal Cubano Jaime Ortega, quien recibió el manuscrito y la autorización del Papa Francisco:
Se hizo referencia a la evangelización. Es la razón de ser de la Iglesia. – "La dulce y confortadora alegría de evangelizar" (Pablo VI). – Es el mismo Jesucristo quien, desde dentro, nos impulsa.
1.- Evangelizar supone celo apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.
2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar... Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.
3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (Según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros. Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.
4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de "la dulce y confortadora alegría de la evangelizar"
Entrevista al padre Guillermo Ortiz SJ, alumno de Bergoglio en el Colegio Máximo
¿Cuándo conoció al padre Bergoglio?
--Padre Guillermo: Yo le conocí cuando era provincial de los jesuitas argentinos. La compañía se divide en provincias que en muchos casos coinciden con los países, ahora la provincia es argentina-uruguaya. En aquel momento era sólo argentina. En julio del año 1977, él estaba en Buenos Aires y viajó a Córdoba como provincial. Yo lo vi para pedirle que quería entrar en la Compañía de Jesús; cuando uno quiere ser jesuita tiene que dirigirse al provincial. Ahí lo conocí, una persona muy afable, una persona con la que se podía hablar perfectamente sin ninguna dificultad. Como a mi me faltaba todavía un año y medio para terminar los estudios, me dijo "si me repites esto mismo dentro de un tiempo ahí veremos porque en este tiempo pueden pasar muchas cosas". Me invitó a compartir la misa que el tenía que celebrar.
En enero del 79 entré en la Compañía de Jesús, era su último año como provincial. Algunas veces celebraba la misa en el noviciado, también presidía las celebraciones más importantes que teníamos que era cuando le veíamos. Y los domingos iba al recreo del noviciado que teníamos con la gente que ya estaba en el Máximo, los filósofos y teólogos.
¿Cómo recuerda al padre Bergoglio de aquellos años?
--Padre Guillermo: En diciembre del 79 él termina como provincial. El cargo de provincial dura 6 años y después se puede ir a una misión o tener cualquier destino. En su caso, al terminar como provincial empezó como rector y formador en el Colegio Máximo. Algo muy importante es que al mismo tiempo, en el año 80 designan parroquia a la capilla que había empezado a funcionar al final del Colegio Máximo. Eran unas 10 hectáreas, en aquel tiempo porque ahora ya no existe ese terreno. El frente del Colegio Máximo Universidad de Filosofía y Teología, donde también nosotros hacíamos Humanidades; en la parte de atrás había un galpón que se dedicaba a guardar el alimento para los animales. Cuando yo entré en el 79 me destinaron a trabajar en esos barrios pobres que dan a la parte de atrás del Máximo, donde daba este galpón que ya había empezado a funcionar como capilla. Poco a poco se fue convirtiendo en una iglesia y al poco tiempo, siendo él ya rector del Máximo, le nombran también párroco. Fue el primer párroco de esa iglesia, de una parroquia de los barrios obreros de San Miguel y unos 30.000 habitantes.
Para mi es muy importante haberle tenido como rector y formador, en ciertos tiempos como director espiritual también. Esto fue hasta el año 1984 que estuve en el Colegio Máximo. Por eso ha sido muy importante para mí la parte pastoral, lo que nosotros estamos viviendo ahora con esta invitación de Francisco a salir, ir al encuentro de la gente sin barreras, como lo vive él. El no ha venido con secretario, tampoco lo tenía allá.
Recuerdo una anécdota con un chico que yo conocía en Buenos Aires, un chico que había estado metido en la droga y que escuchaba el programa de radio en el que yo trabajaba allá, me vino a visitar y quedamos de vez en cuando para charlar. Pasó un tiempo en el que no le ví y un día nos encontramos por la calle y me dijo: "He estado con el cardenal Bergoglio". Me contó que una vez pasó por la Curia, porque era cartero, y le dejó una nota porque quería hablar con él. A los pocos días, estaba en su día de descanso y estaba durmiendo y su papá le dijo que tenía un llamado telefónico, pero él no tenía ganas de responder porque estaba en su día libre, pero su papá le dijo que era el cardenal Bergoglio. Ese día el mismo cardenal Bergoglio marca el número que este chico le había dejado y él habla directamente para preguntarle cuando quiere venir a la Curia.
En su opinión, ¿qué es lo que más caracteriza a Francisco?
--Padre Guillermo: El es así, una persona abierta y siempre ha tenido esto de la atención con el otro a partir de una profundo encuentro con el Señor, una persona muy espiritual, de mucha oración. Esto que está repitiendo ahora, lo que dijo en la Misa Crismal, esa invitación a salir de sí, esa idea de que el pastor tiene que tener olor a oveja. Es una cosa que lo hemos vivido siempre lo que hemos trabajado con él, con una atención muy particular a la gente. A nosotros nos envió como estudiantes a ir a buscar chicos para el catecismo y a visitar enfermos. Teníamos el sábado por la tarde y el domingo por la mañana para ir a visitar a la gente, aunque aún no fuéramos sacerdotes, pero nos invitaba a salir para conocer a la gente. Y era una preocupación no solamente religiosa sino social porque el fundó en ese tiempo un comedor para niños donde iban muchos chicos, y en el tiempo en el que nosotros crecíamos en cantidad en el colegio Maximo, él se preocupó de conseguir algunas vacas, chanchos (cerdos), ovejas que con eso podíamos tener carne.
En ese tiempo no había becas como hubo después, entonces nosotros cuidábamos a los animales. Comíamos mucha verdura pero los chicos del comedor sí comían carne, para un argentino la carne es muy importante y él se preocupaba por eso.
También recuerdo que allí teníamos un lavarropas, donde dejábamos la ropa sucia y él lo preparaba con el jabón y nos avisaba cuando ya estaba lista para que la colgáramos. Mientras tanto nosotros estábamos estudiando. Él por la tarde pasaba para dar de comer a los cerdos. El hacía todo esto con naturalidad, no estaba separado el aspecto espiritual de las cosas cotidianas. Cuando nosotros el domingo volvíamos de las visitas a la gente, él era el que había preparado la comida.
Entrevista a Mario Peretti, sacerdote milanés afincado en Argentina desde 1993.
¿Qué ha aprendido de él en estos años?
Es un hombre de Dios. Ama a Cristo y a la Iglesia y se mueve a partir de esto, no desde posiciones sociológicas o políticas. Los periódicos que han intentado clasificarlo como "progresista" o "conservador" no lo han logrado. Es imposible.
¿Se esperaba los primeros gestos que ha hecho como Papa?
Sí. Es lo mismo que hacía aquí, no es una decisión en función del papel o de la necesidad de dar una vuelta de tuerca a la Iglesia. La humildad de gestos como pagar la cuenta personalmente o renunciar a la cruz de oro, y todo lo que estamos viendo en Roma, lo hemos visto continuamente en Buenos Aires. Así es él. No son sólo rasgos de su carácter, de su estilo de vida. Tiene que ver con su modo de vivir la fe. Inmediatamente hace esta petición a sus fieles: «Rezad por mí». No ha ocurrido sólo una vez que alguno fuera a verle y que el diálogo terminara con la misma petición: «Reza por mí. Te lo digo en serio, porque realmente lo necesito». También el reclamo a la misericordia es una constante en él. Igual que a la pobreza, lo cual permite entender qué es lo que lleva en el corazón.
¿Por qué?
No es que Bergoglio ame la pobreza: ama a Cristo y por eso no necesita nada. Es una posición de fe, no de pauperismo. Y de hecho la vive sencillamente, sin ostentaciones, sin hacer de ella una bandera ideológica. Nunca le he oído polemizar contra la "Iglesia rica". Para él es una cuestión de plenitud de vida. En el Arzobispado tenía un despacho grande, como el de un párroco, con dos sillas para las visitas y una para él. A la salida de las grandes celebraciones, ya lo sabe todo el mundo, te lo podías encontrar en el metro. Tiene 76 años. A los 75 presentó su dimisión, como es habitual. Benedicto XVI la rechazó. Pero aquí se dice que Bergoglio ya había comentado que pensaba, una vez terminada su tarea como obispo, irse a vivir a una casa de reposo para sacerdotes mayores...
¿Cómo era la relación con «sus» sacerdotes?
De disponibilidad total. Y en la medida de lo posible, sin intermediarios. Le llamabas, y si no podía responder se ponía en contacto contigo inmediatamente después. No le gustaban mucho las cuestiones burocráticas: una vez me dijo que «mejor hacer las cosas y luego pedir perdón, antes que pedir primero permiso a la burocracia y perder tiempo...». Aquí no hay muchos sacerdotes. Sólo uno por parroquia. Pero él, en las llamadas villas miseria, las favelas de aquí, constituyó parroquias a las que envió tres o cuatro juntos, para sostenerse mutuamente. Apostó por estar presente entre los más desfavorecidos, entre los más pobres. Allí nacieron historias como la del padre Pepe, que tuvo que irse durante dos años porque estaba amenazado por los narcos: Bergoglio le defendió personalmente. En resumen, mucha vida y nada de ideología. Aquí, en Buenos Aires, entre los sacerdotes no existe polémica alguna entre progresistas y conservadores. Los sacerdotes, en general, están enamorados de Cristo y son misioneros de la fe. Y punto.
Lo describe como alguien que escucha a todos, pero que decide en soledad. ¿Es así, al menos por lo que usted conoce?
No es acaparador. Pregunta, pide opinión, se confronta. Pero quizá tiene cierta preferencia por los sencillos. Escucha mucho a los párrocos, más que a los intelectuales o superteólogos. Piensa que hay que reconquistar la simpatía hacia la Iglesia mostrando una sencillez y una paternidad, más que haciendo grandes discursos.
¿En qué cuestiones insistirá más?
En la fe en Jesús. Y en una sencillez de vida que reclame sólo a eso, sin muchos corolarios. A mí, por ejemplo, me ha llamado mucho la atención el reclamo continuo que ha hecho a su papel como obispo de Roma: quiere decir muchas cosas, pero también que quiere guiar a la Iglesia viviendo en un punto preciso, partiendo de una presencia concreta, no "gestionando problemas". Y luego hay otro reclamo permanente: «La Iglesia es el pastor y el pueblo, los dos juntos». Debemos construirla juntos.
Presentamos un texto sobre la persona del Cardenal Bergoglio, de Jorge Rouillon, Abogado y licenciado en periodismo, que recuerda un Jueves Santo con él:
Viene a mi memoria un sucedido de 1999. Hacía apenas un año que era arzobispo de Buenos Aires.
La puerta descascarada de la cárcel de Villa Devoto se abrió y un sacerdot de clergyman negro salió solo, con su portafolio, a la calle oscura. Era casi de noche, un Jueves Santo, e iba a tomar un ómnibus, el 109, para volver a su casa, en el centro de Buenos Aires. Salía de la cárcel donde había celebrado la misa para los internos y lavado los pies a doce de ellos. Había estado dos horas y media allí, conversando con los detenidos antes y después del oficio religioso.
En la vereda de esa calle desolada, al lado del enorme paredón de la cárcel, pude dialogar brevemente con él. "Quería que sintieran que la feligresía de Buenos Aires y Jesús estaban con ellos", comentó el sacerdote. Era el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, por entonces monseñor, dos años antes de ser hecho cardenal.
Cuando se iba, lo invité a volverse al centro en el auto del diario en el que yo había ido con un chofer. Agradeció pero dijo que se volvía en el ómnibus que pasaba por la esquina. Tuve que insistirle varias veces, diciéndole que íbamos para el mismo lado, hasta que finalmente aceptó subir.
Antes, en la vereda, deslizó en tono calmo, casi en voz baja: "Jesús en el Evangelio nos dice que en el día del Juicio vamos a tener que rendir cuentas de nuestro comportamiento: tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; estuve enfermo y me visitaste; estuve en la cárcel y me viniste a ver". Y señaló que "el mandato de Jesús nos obliga a todos y de una manera especial, al obispo, que es el padre de todos".
"Algunos podrán decir: son culpables -agregó Bergoglio-. Yo les respondo con la palabra de Jesús: el que no es culpable, que tire la primera piedra. Que cada uno de nosotros nos miremos en el corazón y descubramos nuestras culpas. Entonces, el corazón se nos hace más humano".
No hablamos demasiado en el viaje de vuelta con ese arzobispo poco dado a las entrevistas. Cosas normales, del momento. Al volver, pasamos cerca de un gran shopping e hizo un comentario al pasar sobre "los nuevos templos del consumismo".
No quiso que nos desviáramos unas pocas cuadras para dejarlo en la puerta de su casa. Se bajó en la calle peatonal Florida y se perdió entre la gente. Prefería ir caminando varias cuadras hasta la Curia aprovechando para meditar la tercera parte de los quince misterios del Rosario que reza todos los días. Luego iba a recorrer solo, a la noche, siete iglesias para adorar a Jesús Sacramentado, una costumbre que muchos católicos viven en la noche del Jueves Santo. Como cualquier otro fiel, el arzobispo iba a recorrer las iglesias sin que nadie lo esperara especialmente.
Al bajarse del auto me dijo: "Usted logró lo que no logró ningún periodista: tenerme apresado durante 40 minutos. Generalmente, yo les escapo". Seguramente no imaginaba entonces que unos años después iba a mantener una reunión, franca y amable, con unos 6.000 periodistas en Roma, a los que hablaría con soltura poco antes de otra Semana Santa.
Aquella noche, al despedirse, nos deseó, al cronista y al chofer: "¡Felices Pascuas!".