En el tiempo de la cuaresma, la Iglesia nos invita a la conversión; de ahí, que recordemos algunos elementos de este sacramento de la conversión.

¿Qué nos impide amar?

El pecado y la culpa son dos enfermedades que paralizan nuestra mayor capacidad: amar y recibir amor. Esta capacidad, con su doble acto –amar y dejarse amar-, se enturbia por los efectos del pecado, ya sea cometido o recibido.

¿Cuáles son las heridas del alma que paralizan nuestro corazón?

El hombre en su intimidad en su corazón queda herido profundamente por cada pecado que comete o que recibe, siendo culpable o víctima.

Cada vez, por tanto, que cometo un pecado de cualquier índole, no sólo hago daño a otro, sino –sobre todo- me hago daño a mí mismo (esto es lo que duele más a Dios). No sólo eso, sino que cada vez que recibo y sufro un pecado contra mí, quedo herido en mi intimidad.

¿Todos somos culpables? ¿Todos somos víctimas?

Debido al pecado, somos culpables y víctimas a la vez: culpables de nuestros pecados y victimas de los pecados sufridos. Sólo Cristo y Santa María fueron sólo víctimas del pecado. Siendo víctima, Cristo nos salvo y Santa María se convirtió en nuestra Madre.

¿Cómo curar esas heridas? ¿Cómo purificar la culpa ocasionada por mi pecado y por el del prójimo?

Es el camino indicado y ganado por Cristo, el camino de la Cruz: la reconciliación, el perdón y la paz. El hombre necesita de la Misericordia Divina, para ser sanado por el perdón de Dios. Asimismo, purifico mi pecado a través de un acto de humildad: pidiendo perdón. Purifico el pecado del prójimo: perdonándole.

¿Cómo sana Jesús nuestros corazones?

A través del sacramento de la confesión; allí Jesús nos abraza y purifica de todos los pecados.

¿El amor exige el perdón?

El amor cristiano, en nuestra condición actual, exige la capacidad de perdonar y pedir perdón. El hombre que se cierra al perdón entra en un infierno personal. Podríamos decir, que todos hemos sido redimidos para perdonar y pedir perdón.