En el pensamiento de Joseph Ratzinger el tema de la necesidad de purificación de la Iglesia es recurrente y se conecta con la realidad del sacramento de la confesión:
"La Iglesia es el testimonio constante de que Dios salva a los hombres, aunque éstos son pecadores. Por eso, por venir la Iglesia de la gracia, entra también en su ser que los hombres que la forman sean pecadores (...)
La Iglesia vive perpetuamente del perdón, que la transforma de ramera en esposa; la Iglesia de todas las generaciones es Iglesia por gracia, a la que Dios llama continuamente de Babilonia, donde, de suyo, habitan los hombres (...)
En este sentido, la santa Iglesia premanece en este mundo siendo Iglesia pecadora, que ora constantemente como Iglesia: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Así se lo predicó San Agustín a sus fieles: <<Los santos mismos no están libres de pecados diarios. La Iglesia entera dice: Perdónanos nuesros pecados. Tiene, pues, manchas y arrugas (Ef 5, 27). Pero por la confesión se alisan las arrugas, por la confeisón se lavan las manchas. La Iglesia está en oración para ser purificada por la confesión, y estará así mientras vivieren hombres sobre la tierra>>."
En el tiempo de la cuaresma, la Iglesia nos invita a la conversión; de ahí, que recordemos algunos elementos de este sacramento de la conversión.
¿Qué nos impide amar?
El pecado y la culpa son dos enfermedades que paralizan nuestra mayor capacidad: amar y recibir amor. Esta capacidad, con su doble acto –amar y dejarse amar-, se enturbia por los efectos del pecado, ya sea cometido o recibido.
¿Cuáles son las heridas del alma que paralizan nuestro corazón?
El hombre en su intimidad en su corazón queda herido profundamente por cada pecado que comete o que recibe, siendo culpable o víctima.
Cada vez, por tanto, que cometo un pecado de cualquier índole, no sólo hago daño a otro, sino –sobre todo- me hago daño a mí mismo (esto es lo que duele más a Dios). No sólo eso, sino que cada vez que recibo y sufro un pecado contra mí, quedo herido en mi intimidad.
¿Todos somos culpables? ¿Todos somos víctimas?
Debido al pecado, somos culpables y víctimas a la vez: culpables de nuestros pecados y victimas de los pecados sufridos. Sólo Cristo y Santa María fueron sólo víctimas del pecado. Siendo víctima, Cristo nos salvo y Santa María se convirtió en nuestra Madre.
¿Cómo curar esas heridas? ¿Cómo purificar la culpa ocasionada por mi pecado y por el del prójimo?
Es el camino indicado y ganado por Cristo, el camino de la Cruz: la reconciliación, el perdón y la paz. El hombre necesita de la Misericordia Divina, para ser sanado por el perdón de Dios. Asimismo, purifico mi pecado a través de un acto de humildad: pidiendo perdón. Purifico el pecado del prójimo: perdonándole.
¿Cómo sana Jesús nuestros corazones?
A través del sacramento de la confesión; allí Jesús nos abraza y purifica de todos los pecados.
¿El amor exige el perdón?
El amor cristiano, en nuestra condición actual, exige la capacidad de perdonar y pedir perdón. El hombre que se cierra al perdón entra en un infierno personal. Podríamos decir, que todos hemos sido redimidos para perdonar y pedir perdón.
El papa Francisco comió con varios sacerdotes de Roma el Jueves Santo entre otrs cosas lrs dió el siguiente consejo: "dejen n las puertas abiertas de las iglesias –nos dijo Francisco–, así la gente entra, y dejen una luz encendida en el confesionario para señalar su presencia y verán que la fila se formará".
Tener el coraje ante el confesor de llamar a los pecados con su nombre, sin esconderlos. En su homilía de la Misa celebrada esta mañana en la Casa de Santa Marta, el Papa se centró en el Sacramento de la Reconciliación. Confesarse, dijo, es salir al encuentro del amor de Jesús con corazón sincero y con la transparencia de los niños, sin rechazar, sino acogiendo la "gracia de la vergüenza", que nos hace percibir el perdón de Dios.
Para muchos creyentes adultos confesarse ante el sacerdote es uno esfuerzo insostenible – que induce con frecuencia a esquivar el Sacramento – o una pena tal que transforma un momento de verdad en un ejercicio de ficción. San Pablo, en su Carta a los Romanos – comentó el Papa – hace exactamente lo contrario: admite públicamente ante la comunidad que en "su carne no habita el bien". Afirma que es un "esclavo" que no hace el bien que quiere, sino que realiza el mal que no quiere. Francisco observó que esto sucede en la vida de la fe porque "cuando quiero hacer el bien, el mal está junto a mí":
"Y esta es la lucha de los cristianos. S nuestra lucha de todos los días. Y nosotros no siempre tenemos el coraje de hablar como habla Pablo de esta lucha. Buscamos siempre una vía de justificación: 'Pero sí, somos todos pecadores'. Lo decimos así, ¿no? Esto lo dice dramáticamente: es nuestra lucha. Y si nosotros no reconocemos esto, jamás podemos tener el perdón de Dios. Porque si ser pecador es una palabra, un modo de decir, una manera de decir, no tenemos necesidad del perdón de Dios. Pero si es una realidad, que nos hace esclavos, tenemos necesidad de esta liberación interior del Señor, de esa fuerza. Pero más importante aquí es que para encontrar el camino de salida, Pablo confiesa a la comunidad su pecado, su tendencia al pecado. No la esconde".
La confesión de los pecados hecha con humildad es "lo que la Iglesia pide a todos nosotros", recordó el Papa, y citó también la invitación de Santiago: "Confiesen entre ustedes los pecados". Pero "no – aclaró Francisco – para hacer publicidad", sino "para dar gloria a Dios" y reconocer que "es Él quien me salva". He aquí porqué, añadió el Santo Padre, para confesarse se va al hermano, "el hermano sacerdote": es para comportarse como Pablo. Y sobre todo, subrayó, con la misma "concreción":
Algunos dicen: "Ah, yo me confieso con Dios". Pero es fácil, es como confesarte por e-mail, ¿no? Dios está allá, lejos, yo digo las cosas y no hay un cara a cara, no hay un a cuatro ojos. Pablo confiesa su debilidad a los hermanos cara a cara. Otros: "No, yo voy a confesarme", pero se confiesan cosas tan etéreas, tan en el aire, que no tienen ninguna concreción. Y eso es lo mismo que no hacerlo. Confesar nuestros pecados no es ir a una sesión de psiquiatría, ni siquiera ir a una sala de tortura: es decir al Señor: "Señor soy pecador", pero decirlo a través del hermano, para que este decir sea también concreto. "Y soy pecador por esto, por esto y por esto".
Concreción, honradez y también – dijo el Papa Francisco – una sincera capacidad de avergonzarse de las propias equivocaciones: no hay sendas en sombra alternativas al camino que lleva al perdón de Dios, a percibir en lo profundo del corazón tu pecado y su amor. Y en este punto el Pontífice dijo que hay que imitar a los niños:
"Los pequeños tienen esa sabiduría: cuando un niño viene a confesarse, jamás dice una cosa general. "Pero, padre he hecho esto y he hecho esto a mi tía, al otro le he dicho esta palabra" y dicen la palabra. Son concretos, ¡eh! Tienen esa sencillez de la verdad. Y nosotros tenemos siempre la tendencia a esconder la realidad de nuestras miserias. Pero hay una cosa bella: cuando nosotros confesamos nuestros pecados como son ante la presencia de Dios, siempre sentimos esa gracia de la vergüenza. Avergonzarse ante Dios es una gracia. Es una gracia: "Yo me avergüenzo". Pensemos en Pedro, cuando, después del milagro de Jesús en el lago dice: "Pero, Señor, aléjate de mí, yo soy pecador". Se avergüenza de su pecado ante la santidad de Jesucristo".
PÁRABOLAS CATEQUÉTICAS
Explicaba el Beato Josep Samsó i Elies algunas historias para hablar de la confesión.
La necesidad de ser valientes.
Un día, san Antonio, arzobispo de Florencia, acercándose al confesionario tuvo la visión de un espíritu maligno allí presente. "¿Qué haces?" le pregunto el santo. El demonio respondió: "devuelvo lo robado. ¿Ves estos que esperan para confesarse? Para pecar, fue preciso que les robara la vergüenza, porque si no, no habrían pecado; ahora, se la devuelvo, porque devolver lo robado es siempre una buena obra". El santo, indignado, hizo la señal de la cruz para que se alejase de aquél lugar sagrado y así no impedirá con la vergüenza la manifestación sincera de todos los pecados.
Por eso, se dice que la valentía es una excelente cualidad para poder confesar los errores y pedir perdón.
La necesidad del sentido común
Un soldado ha cometido un crimen espantoso del que solo es sabedor el general. Éste le llama y le dice: Ya sabes que mereces la pena de muerte; para que veas como te aprecio, elige: O bien manifiestas tu crimen a un oficial de mi confianza, que no lo podrá decir a nadie, y serás perdonado; o bien, tu crimen será publicado y serás ejecutado en presencia de todo el pueblo.
No se ha de preguntar lo que hará ese soldado, si no es que está loco.
Aplicación: el solidado es el pecador; Dios, el general; el oficial, el confesor.
EXPLICADA EN SINTESIS POR EL PAPA
1."En la celebración del Sacramento de la reconciliación, el sacerdote no representa solamente a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que lo alienta y lo acompaña en el camino de conversión y de maduración ".
2. Alguno puede decir: "Yo me confieso solamente con Dios". Sí, tú puedes decir a Dios: "Perdóname", y decirle tus pecados. Pero nuestros pecados son también contra nuestros hermanos, contra la Iglesia, y por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos, en la persona del sacerdote.
3. "Pero, padre, ¡me da vergüenza!". También la vergüenza es buena, es saludable tener un poco de vergüenza. Porque cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es un 'sinvergüenza'. La vergüenza también nos hace bien, nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios, perdona.
4. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decirle al sacerdote esas cosas que pesan tanto en mi corazón: uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia y con el hermano. Por eso, no tengan miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse siente todas estas cosas – también la vergüenza – pero luego, cuando termina la confesión sale libre, grande, bello, perdonado, limpio, feliz. Y esto es lo hermoso de la Confesión.
5. Quisiera preguntarle, pero no responda en voz alta ¿eh?, responda en su corazón: ¿cuándo fue la última vez que se confesó? ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga la cuenta, y cada uno se diga a sí mismo: ¿cuándo ha sido la última vez que yo me he confesado? Y si ha pasado mucho tiempo, ¡no pierda ni un día más! Vaya hacia delante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús, allí, ¿eh? Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te recibe. Te recibe con tanto amor. Sea valiente, y adelante con la Confesión»
Presentamos algunos fragmentos del Catecismo Mayor de San Pio X a próposito del Adviento y la Navidad.
¿Porqué se llaman ADVIENTO las cuatro semanas que preceden a la fiesta de Navidad?
Las cuatro semanas que preceden a la fiesta de Navidad se llaman Adviento, que quiere decir advenimiento o venida, porque en este tiempo la Iglesia se dispone a celebrar dignamente la memoria de la primera venida de Jesucristo a este mundo con su nacimiento temporal.
¿Qué propone la santa Iglesia a nuestra consideración en el Adviento?
La santa Iglesia en el Adviento propone a nuestra consideración cuatro cosas: 1.ª, las promesas que Dios había hecho de enviar al Mesías para nuestra salvación; 2.ª, los deseos de los antiguos Padres que suspiraban por su venida; 3.ª, la predicación de San Juan Bautista, que preparaba al pueblo para recibirle exhortando a penitencia; 4.ª, la última venida de Jesucristo en gloria a juzgar a vivos y muertos.
Este miércoles 13 de marzo de 2013 por la tarde ha sido elegido el Cardenal Bergoglio como Sucesor de San Pedro y ha tomado el nombre de Francisco I.
Jorge María Bergoglio, Francisco I, nació en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1936 en el seno de una familia modesta de la capital argentin. Hijo de un trabajador ferroviario de origen piamontés y de una ama de casa. A los 22 años ingresó en la Compañía de Jesús. Fue ordenado sacerdote el 13 de diciembre de 1969. Fue consagrado obispo titular de Auca el 20 de mayo de 1992, pasando a ser uno de los cuatro obispos auxiliares de Buenos Aires. El 28 de febrero de 1988 tomó posesión de la archidiócesis de Buenos Aires. Durante el consistorio del 21 de febrero de 2001, el Beato Juan Pablo II, Papa, lo creó cardenal con el título de san Roberto Belarmino
Rezamos ya por su persona e intenciones.
A continuación presentamos una homilía del entonces Cardena Bergoglio en la Misa Crismal en su diócesis de Buenos Aires en el 2009:
"1. El Señor entra una vez más en la Sinagoga de Nazareth y con el señorío sereno que lo caracteriza define la verdad de su misión: "Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír". Se presenta como ungido y enviado: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres ..." Ungido y enviado, ungido para ungir. Esta realeza ha querido participarla con nosotros y hoy celebramos la Eucaristía, la Memoria de su Pasión y Resurrección, reconociéndonos ungidos y enviados, ungidos para ungir.
En la Consagración del Crisma pediremos a Dios Padre Todopoderoso que se digne bendecir y santificar el ungüento –mezcla de aceite y perfume- para que aquellos cuyos cuerpos van a ser ungidos con él "sientan interiormente la unción de la bondad divina".
2.
La unción de la bondad divina... Cuando somos ungidos, en el Bautismo, en la Confirmación y en el Sacerdocio, lo que el Espíritu nos hace sentir y gustar en nuestra propia carne es la caricia de la bondad del Padre rico en Misericordia y de Jesucristo su Hijo, nuestro Buen Pastor y Amigo.
Al serungidos por esta Bondad nos convertimos en ungidores. Somos ungidos para ungir. Ungidos para ungir al pueblo fiel de Dios. Ungidos para hacer sentir la Bondad y la Ternura de Dios a toda persona que viene a este mundo, a todos los hombres que ama el Señor... Ya que el Padre no quiere que se pierda ─ que se quede sin sentir su Bondad ─ ni uno solo de sus pequeñitos.
La fuerza del Espíritu Santo, con la que fueron ungidos los sacerdotes, los reyes, los profetas y los mártires, no es otra fuerza que la de la Bondad. Bondad pobre en poder tal como lo concibe el mundo, pero todopoderosa para el que cree en la Cruz de Cristo, que es "una necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan - para nosotros - es fuerza de Dios" (1 Cor 1, 18).
3.Este bálsamo de la Bondad divina no es para que lo enterremos, como el que enterró su denario, ni para que lo guardemos enfrascado. Los frascos que serán bendecidos son para distribuirlos en todas las iglesias, en todos los crismeros de cada uno de los curas para salir a tocar la carne vulnerable del pueblo fiel de Dios, que necesita el bálsamo de la bondad divina para continuar su duro peregrinar por esta vida. Roto el frasco del óleo perfumado, como roto quedó el frasco de perfume de nardo con que María ungió los pies de Jesús, el perfume de la Bondad de Dios debe alcanzar con su caricia y su fragancia a todo el pueblo de Dios (que se llene "toda la casa con el olor del perfume" como dice Juan), comenzando por los más pequeños y frágiles, que tanto lo anhelan, hasta alcanzar a todos. Somos ungidos para ungir con esta bondad a nuestra ciudad, de las mil maneras que lo necesita, que lo exige y que lo anhela.
4. El espacio físico de nuestra ciudad necesita ser ungido como se ungen las Iglesias nuevas y los altares. Nuestra ciudad necesita ser ungida allí donde la bondad se vive naturalmente, en sus casas de familia, en sus escuelas, en los hospitales maternales, donde la vida nueva empieza y también en los que la vida sufre y termina. Necesita ser ungida para que esa bondad se consolide y se expanda en nuestra sociedad.
Nuestra ciudad también necesita ser ungida en los lugares donde la bondad está en lucha, en esos espacios que a veces son tierra de nadie y pasan a ser ocupados por elinterés egoísta. Me refiero a los espacios de injusticia social y económica, en los que la bondad ─ el bien común ─ debe reinar. Este deseo lo tenemos todos, está escrito como ley natural en el corazón de todo hombre y de toda mujer.
Pero también y de manera especial, nuestra ciudad necesita ser ungida en los lugares donde se concentra el mal: la agresión y la violencia, el descontrol y la corrupción, lamentira y el robo.
Nuestra ciudad necesita ser ungida en todos sus habitantes. Signados nuestros niños con la pertenencia a Cristo, signados nuestros jóvenes con el sello del Espíritu, sello que anhelan inconscientemente en todos sus tatuajes, esas marcas que no sacian la sed de identidad profunda que ellos tienen. Nuestros jóvenes anhelan más que la vida ese sello del Espíritu que hace que se vuelva visible el Nombre de Cristo que está sellado en su corazón de carne y que busca mil maneras de manifestarse. Necesitan y reclaman a gritos que alguien los unja y les revele que pertenecen a Cristo, que sus dueños no son ni la marihuana, ni el paco, ni la cerveza, sino que es Cristo su Señor, el que los puede convocar y plenificar, misionar y acompañar.
5. Nuestro pueblo necesita sacerdotes ungidores, sacerdotes que sepan salir de su autocomplacencia y eficientismo y se den con simples gestos de bondad. Sacerdotes salidores que saben aproximarse al otro, acoger cordialmente, darse tiempo para hacer sentir a la gente que Dios tiene tiempo para ellos, ganas de atenderlos, de bendecirlos, de perdonarlos y de sanarlos.
Sacerdotes que ungen sin mesianismos ni funcionalismos. Sacerdotes que no guardan el frasco sin romper. Sacerdotes salidores y que están cerca del Sagrario, que vuelven al Sagrario para cargar de aceite sus lámparas antes de volver a salir.
6. ¿Cuál es la señal de que no se ha acabado el aceite, de que no se ha secado la unción que recibimos? El óleo con que fue ungido Jesús es óleo de alegría. La señal de que nuestro corazón reboza de aceite perfumado es la alegría espiritual. La alegría mansa que se experimenta luego de haberse desgastado con bondad y no por imagen (autocomplacencia) o por deber (el eficientismo del dios gestión). Esa alegría mezclada con el cansancio del Cristo de la paciencia, del Cristo bueno, que se compadece de sus ovejitas que andan sin pastor y se queda enseñándoles largo rato.
La bondad cansa pero no agota, cansa porque es trabajadora y requiere repetición de gestos personales, esos que pide con insistencia nuestro pueblo fiel: que le bauticemos a sus bebés, que le unjamos a sus enfermos, que le demos la bendición a sus cosas, a sus estampitas y a sus botellitas de agua, que visitemos sus casas yescuchemos sus confesiones, que les demos la comunión... La unción hace que los pequeños gestos de bondad sacerdotal estén cargados de alegría y de eficaciaapostólica. Al fin y al cabo, el poder y la fuerza salvadora de Jesús se encarnó y arraigó en gestos de bondad muy sencillos: bendecir el pan, imponer las manos y tocar a los enfermos, enseñarle a los humildes las parábolas de la bondad del Padre misericordioso...
7. En este día renovamos nuestra unción sacerdotal. Sintamos sobre nosotros la mano del Señor que nos unge una vez más. Sintamos la fuerza y la ternura de su miradaque nuevamente nos llama a seguirlo de cerca. Y, como niños, le pedimos a nuestra Madre, la Virgen, que nos dé la gracia de reconocernos ungidos como ella, por la mirada bondadosa del Padre, mirados en nuestra pequeñez, para poderver también y ungir con bondad y misericordia a los pequeños de nuestro pueblo fiel."
Con estas palabras de San Beda, explicamos el lema del nuevo Romano Pontífice, el Papa Francisco:
"Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo Sígueme, "Sígueme", que quiere decir: "Imítame". Le dijo "sígueme", más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo debe andar de continuo como él anduvo."
San Beda el Venerable, presbítero; Homilía 21
Queridos hermanos:
Entre las experiencias más fuertes de las últimas décadas está la de encontrar puertas cerradas. La creciente inseguridad fue llevando, poco a poco, a trabar puertas, poner medios de vigilancia, cámaras de seguridad, desconfiar del extraño que llama a nuestra puerta. Sin embargo, todavía en algunos pueblos hay puertas que están abiertas. La puerta cerrada es todo un símbolo de este hoy. Es algo más que un simple dato sociológico; es una realidad existencial que va marcando un estilo de vida, un modo de pararse frente a la realidad, frente a los otros, frente al futuro. La puerta cerrada de mi casa, que es el lugar de mi intimidad, de mis sueños, mis esperanzas y sufrimientos así como de mis alegrías, está cerrada para los otros. Y no se trata sólo de mi casa material, es también el recinto de mi vida, mi corazón. Son cada vez menos los que pueden atravesar ese umbral. La seguridad de unas puertas blindadas custodia la inseguridad de una vida que se hace más frágil y menos permeable a las riquezas de la vida y del amor de los demás.
La imagen de una puerta abierta ha sido siempre el símbolo de luz, amistad, alegría, libertad, confianza. ¡Cuánto necesitamos recuperarlas! La puerta cerrada nos daña, nos anquilosa, nos separa.
Iniciamos el Año de la fe y paradójicamente la imagen que propone el Papa es la de la puerta, una puerta que hay que cruzar para poder encontrar lo que tanto nos falta. La Iglesia, a través de la voz y el corazón de Pastor de Benedicto XVI, nos invita a cruzar el umbral, a dar un paso de decisión interna y libre: animarnos a entrar a una nueva vida.
La puerta de la fe nos remite a los Hechos de los Apóstoles: "Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe" (Hechos 14,27). Dios siempre toma la iniciativa y no quiere que nadie quede excluido. Dios llama a la puerta de nuestros corazones: Mira, estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo (Ap. 3, 20). La fe es una gracia, un regalo de Dios. "La fe sólo crece y se fortalece creyendo; en un abandono continuo en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios"
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida mientras avanzamos delante de tantas puertas que hoy en día se nos abren, muchas de ellas puertas falsas, puertas que invitan de manera muy atractiva pero mentirosa a tomar camino, que prometen una felicidad vacía, narcisista y con fecha de vencimiento; puertas que nos llevan a encrucijadas en las que, cualquiera sea la opción que sigamos, provocarán a corto o largo plazo angustia y desconcierto, puertas autorreferenciales que se agotan en sí mismas y sin garantía de futuro. Mientras las puertas de las casas están cerradas, las puertas de los shoppings están siempre abiertas. Se atraviesa la puerta de la fe, se cruza ese umbral, cuando la Palabra de Dios es anunciada y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Una gracia que lleva un nombre concreto, y ese nombre es Jesús. Jesús es la puerta. (Juan 10:9) "Él, y Él solo, es, y siempre será, la puerta. Nadie va al Padre sino por Él. (Jn. 14.6)" Si no hay Cristo, no hay camino a Dios. Como puerta nos abre el camino a Dios y como Buen Pastor es el Único que cuida de nosotros al costo de su propia vida.
Jesús es la puerta y llama a nuestra puerta para que lo dejemos atravesar el umbral de nuestra vida. No tengan miedo... abran de par en par las puertas a Cristo nos decía el Beato Juan Pablo II al inicio de su pontificado. Abrir las puertas del corazón como lo hicieron los discípulos de Emaús, pidiéndole que se quede con nosotros para que podamos traspasar las puertas de la fey el mismo Señor nos lleve a comprender las razones por las que se cree,para después salir a anunciarlo. La fe supone decidirse a estar con el Señor para vivir con él y compartirlo con los hermanos.
Damos gracias a Dios por esta oportunidad de valorar nuestra vida de hijos de Dios, por este camino de fe que empezó en nuestra vida con las aguas del bautismo, el inagotable y fecundo rocío que nos hace hijos de Dios y miembros hermanos en la Iglesia. La meta, el destino o fin es el encuentro con Dios con quien ya hemos entrado en comunión y que quiere restaurarnos, purificarnos, elevarnos, santificarnos, y darnos la felicidad que anhela nuestro corazón.
Queremos dar gracias a Dios porque sembró en el corazón de nuestra Iglesia Arquidiocesana el deseo de contagiar y dar a manos abiertas este don del Bautismo. Este es el fruto de un largo camino iniciado con la pregunta ¿Cómo ser Iglesia en Buenos Aires? transitado por el camino del Estado de Asamblea para enraizarse en el Estado de Misión como opción pastoral permanente.
Iniciar este año de la fe es una nueva llamada a ahondar en nuestra vida esa fe recibida. Profesar la fe con la boca implica vivirla en el corazón y mostrarla con las obras: un testimonio y un compromiso público. El discípulo de Cristo, hijo de la Iglesia, no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. Desafío importante y fuerte para cada día, persuadidos de que el que comenzó en ustedes la buena obra la perfeccionará hasta el día, de Jesucristo. (Fil.1:6) Mirando nuestra realidad, como discípulos misioneros, nos preguntamos: ¿a qué nos desafía cruzar el umbral de la fe?
Cruzar el umbral de la fe nos desafía a descubrir que si bien hoy parece que reina la muerte en sus variadas formas y que la historia se rige por la ley del más fuerte o astuto y si el odio y la ambición funcionan como motores de tantas luchas humanas, también estamos absolutamente convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, decididamente porque "si Dios está con nosotros ¿quién podrá contra nosotros? (Rom. 8:31,37)
Cruzar el umbral de la fe supone no sentir vergüenza de tener un corazón de niño que, porque todavía cree en los imposibles, puede vivir en la esperanza: lo único capaz de dar sentido y transformar la historia. Es pedir sin cesar, orar sin desfallecer y adorar para que se nos transfigure la mirada.
Cruzar el umbral de la fe nos lleva a implorar para cada uno "los mismos sentimientos de Cristo Jesús"(Flp. 2, 5) experimentando así una manera nueva de pensar, de comunicarnos, de mirarnos, de respetarnos, de estar en familia, de plantearnos el futuro, de vivir el amor, y la vocación.
Cruzar el umbral de la fe es actuar, confiar en la fuerza del Espíritu Santo presente en la Iglesia y que también se manifiesta en los signos de los tiempos, es acompañar el constante movimiento de la vida y de la historia sin caer en el derrotismo paralizante de que todo tiempo pasado fue mejor; es urgencia por pensar de nuevo, aportar de nuevo, crear de nuevo, amasando la vida con "la nueva levadura de la justicia y la santidad". (1 Cor 5:8)
Cruzar el umbral de la fe implica tener ojos de asombro y un corazón no perezosamente acostumbrado, capaz de reconocer que cada vez que una mujer da a luz se sigue apostando a la vida y al futuro, que cuando cuidamos la inocencia de los chicos garantizamos la verdad de un mañana y cuando mimamos la vida entregada de un anciano hacemos un acto de justicia y acariciamos nuestras raíces.
Cruzar el umbral de la fe es el trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la abnegación del que vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida, como si todo lo ya hecho fuera sólo un paso en el camino hacia el reino, plenitud de vida. Es la silenciosa espera después de la siembra cotidiana, contemplar el fruto recogido dando gracias al Señor porque es bueno y pidiendo que no abandone la obra de sus manos. (Sal 137)
Cruzar el umbral de la fe exige luchar por la libertad y la convivencia aunque el entorno claudique, en la certeza de que el Señor nos pide practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con nuestro Dios. ( Miqueas 6:8)
Cruzar el umbral de la fe entraña la permanente conversión de nuestras actitudes, los modos y los tonos con los que vivimos; reformular y no emparchar o barnizar, dar la nueva forma que imprime Jesucristo a aquello que es tocado por su mano y su evangelio de vida, animarnos a hacer algo inédito por la sociedad y por la Iglesia; porque "El que está en Cristo es una nueva criatura". (2 Cor 5,17-21)
Cruzar el umbral de la fe nos lleva a perdonar y saber arrancar una sonrisa, es acercarse a todo aquel que vive en la periferia existencial y llamarlo por su nombre, es cuidar las fragilidades de los más débiles y sostener sus rodillas vacilantes con la certeza de que lo que hacemos por el más pequeño de nuestros hermanos al mismo Jesús lo estamos haciendo. (Mt. 25, 40)
Cruzar el umbral de la fe supone celebrar la vida, dejarnos transformar porque nos hemos hecho uno con Jesús en la mesa de la eucaristía celebrada en comunidad, y de allí estar con las manos y el corazón ocupados trabajando en el gran proyecto del Reino: todo lo demás nos será dado por añadidura. (Mt. 6.33)
Cruzar el umbral de la fe es vivir en el espíritu del Concilio y de Aparecida, Iglesia de puertas abiertas no sólo para recibir sino fundamentalmente para salir y llenar de evangelio la calle y la vida de los hombres de nuestros tiempo.
Cruzar el umbral de la fe para nuestra Iglesia Arquidiocesana, supone sentirnos confirmados en la Misión de ser una Iglesia que vive, reza y trabaja en clave misionera.
Cruzar el umbral de la fe es, en definitiva, aceptar la novedad de la vida del Resucitado en nuestra pobre carne para hacerla signo de la vida nueva.
Meditando todas estas cosas miremos a María, Que Ella, la Virgen Madre, nos acompañe en este cruzar el umbral de la fe y traiga sobre nuestra Iglesia en Buenos Aires el Espíritu Santo, como en Nazaret, para que igual que ella adoremos al Señor y salgamos a anunciar las maravillas que ha hecho en nosotros.
1 de Octubre de 2012
Fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús
Presentamos varios fragmentos de sus palabras en tres puntos:
-El Espíritu Santo y la armonía en la Iglesia
. Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de toda iniciativa y manifestación de fe. Es curioso. A mí me hace pensar esto: el Paráclito crea todas las diferencias en la Iglesia, y parece que fuera un apóstol de Babel. Pero, por otro lado, es quien mantiene la unidad de estas diferencias, no en la «igualdad», sino en la armonía. Recuerdo aquel Padre de la Iglesia que lo definía así: «Ipse harmonia est». El Paráclito, que da a cada uno carismas diferentes, nos une en esta comunidad de Iglesia, que adora al Padre, al Hijo y a él, el Espíritu Santo.
-El pesimismo y la tristeza vienen del diablo
Nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, por esa amargura que el diablo nos ofrece cada día; no caigamos en el pesimismo y el desánimo: tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1,8). La verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue en los comienzos del cristianismo, cuando se produjo la primera gran expansión misionera del Evangelio.
-La vejez es la sede de la sabiduría de la vida
Queridos Hermanos: ¡Ánimo! La mitad de nosotros tenemos una edad avanzada: la vejez es –me gusta decirlo así– la sede de la sabiduría de la vida. Los viejos tienen la sabiduría de haber caminado en la vida, como el anciano Simeón, la anciana Ana en el Templo. Y justamente esta sabiduría les ha hecho reconocer a Jesús. Ofrezcamos esta sabiduría a los jóvenes: como el vino bueno, que mejora con los años, ofrezcamos esta sabiduría de la vida. Me viene a la mente aquello que decía un poeta alemán sobre la vejez: «Es ist ruhig, das Alter, und fromm»; es el tiempo de la tranquilidad y de la plegaria. Y también de brindar esta sabiduría a los jóvenes.